El comienzo
Thor Heyerdahl, el explorador
que cruzó el Océano Pacífico. En esa época tenía 33 años y su hazaña
trascendió las fronteras.
Au Qun Tiqi Wiraqucha
Pachayachachiq, es el nombre que los antiguos incas le daban al dios Sol. Y el
explorador noruego Thor Heyerdahl se inspiró en el mismo
para bautizar la balsa con la que el 28 de abril 1947 realizó la última gran
travesía épica de la historia.
El etnólogo noruego Thor
Heyerdahl, acompañado por cinco exploradores, zarpó desde el puerto peruano de
El Callao en la balsa de troncos Kon Tiki. Su aventura haría historia.
El plan de Heyerdahl era
navegar hasta un grupo de islas cercanas a Tahití para demostrar su teoría de
que antiguos pueblos de Sudamérica habían colonizado la Polinesia. De ahí
es que estos pueblos tendrían, según su visión personal, similares tecnologías de
trabajo en piedra y esculturas líticas, como es el ejemplo de los moai en Rapa
Nui y los monolitos en Tiwanaku.
El sueño se hizo realidad 101
días después. La Kon Tiki llegó al atolón Raroia en el archipiélago Tuamotu, a
400 kilómetros al sudeste de las islas Marquesas. Había cruzado 8.000
kilómetros del océano Pacífico aprovechando la fuerza de la corriente de
Humboldt.
Técnicas indias
Y para probar su hipótesis,
Heyerdahl fue a Perú y comenzó a construir una balsa basada en descripciones e
ilustraciones españolas de embarcaciones locales durante la época de la
conquista. Porque la Kon Tiki fue construida en astilleros de la Armada del Perú
de acuerdo con antiguas técnicas indias.
Los troncos estaban atados con
lazos de cáñamo, sin poner ni un clavo. La balsa tenía 17 metros de largo y 7
de ancho, con una vela cuadrada y una pequeña cabina de hojas de palmera como
refugio. La tripulación tenía cañas de pescar y poca comida, un filtro de
agua de mar, bolsas de dormir impermeables y un equipo de radio.
El mundo quiso saber cómo había
sido la experiencia de Heyerdahl, que viajó con los tripulantes noruegos Herman
Watzinger, Knut Haugland, Torsten Raaby y Erik Briyn Nesselborg, además del
sueco Bengt Dannielson. Ninguno de ellos era un marinero experimentado.
Por eso, en 1950 el etnólogo
contó su viaje en un libro que vendió 50 millones de ejemplares y se tradujo a
64 idiomas: La expedición Kon Tiki. También filmó una película documental que
en 1951 ganó un Oscar de la Academia de Hollywood.
El dios del Sol
Desde que Heyerdahl visitó
Tahití con su esposa Liv en 1937 y fue adoptado por el jefe isleño Terieroo,
quedó fascinado con los relatos folklóricos que hablaban de "Tiki, el
primer hombre".
Este "héroe
civilizador" había llegado desde tierras ubicadas al este, en las costas
de Sudamérica.
También las caras de los
gigantescos "moai" que existen en la isla de Pascua estaban
orientados mirando hacia el este. Por eso, Heyerdahl imaginó que había una
relación entre esas creencias de la Polinesia y el culto a Kon Tiki, el dios del
sol adorado por los incas.
Pensó entonces que podría haber
existido algún contacto entre ambos pueblos. ¿Pero cómo, si ambos territorios
estaban separados por casi ocho mil kilómetros de océano? Pero los
antropólogos más académicos rechazan aún hoy las teorías de Heyerdahl
argumentando que las lenguas habladas por los isleños tienen raíces en Asia, no
en América.
Se descartan las teorías de
Heyerdahl como "no científicas" y se sostiene que el triángulo de las
islas de la Polinesia -limitado por Pascua, Nueva Zelanda y Hawaii- fue poblado
por tribus que llegaron de Asia.
Según los relatos de pilotos de
Pizarro, que Heyerdahl releyó, los incas habían desarrollado la
"gaura", un sistema de timón que les permitía orientar barcos de gran
capacidad de carga con los que llegaban hasta las costas de Panamá. También
usaban aparejos de fibra de henequén y velas de algodón tejido.
Esas técnicas se usaron en la
Kon Tiki, para el riesgoso viaje. Como recordaría el propio Heyerdahl cuando la
balsa llegó a destino, "para empezar estaban los calamares gigantes de
seis metros de largo, que abundan a pocas millas de la costa del Perú y son
capaces de arrastrar hacia el fondo a barcos pequeños".
"Luego -recordó- el oleaje
del mar, que nos obligó a atarnos a la balsa para hacer cualquier maniobra.
Tuvimos tres tormentas en el viaje y la Kon Tiki se balanceó mucho. Además se
acercó una especie de tiburón del tamaño de una ballena, que casi nos
hunde".
Seis hombres sin miedo
Terminada la guerra, Heyerdahl
retomó su teoría sobre los posibles contactos entre incas y polinesios. Pero la
mayoría de historiadores a los que se la expuso la consideraron cuando menos
improbable. Lejos de rendirse, Thor llegó al convencimiento de que la única
manera de demostrar su tesis era con hechos... aunque estos le costaran la vida.
Y así fue que tomó la decisión
que le hizo pasar a la historia: construir una balsa similar a la de los
antiguos polinesios y cruzar con ella el océano Pacífico.
Enroló a cuatro noruegos: Erik
Hesselberg, marino; Knut Haugland, especialista en raidotransmisiones; Torstein
Raabi, oceanógrafo; y Herman Watzinger, ingeniero. La expedición se completó
con un sexto tripulante: el sueco Beng Danielsson.
Sociólogo de profesión y aventurero por vocación, Beng no poseía ninguna
habilidad práctica específica para participar en la travesía, pero Heyerdahl
confesó en su biografía que le reclutó por otros motivos: “Suecia y Noruega
eran dos países que no mantenían buenas relaciones desde que el segundo se
independizó del primero. Por eso, un sueco que estuviera dispuesto a pasar
meses confinado en una balsa con cinco noruegos tenía que ser un tipo hecho de
una pasta muy especial. Y yo necesitaba gente especial”.
La Kon-Tiki se hizo a la mar el
28 de abril de 1947, zarpando del puerto peruano del Callao. Heyerdahl y sus
compañeros sabían que no iba a ser una aventura fácil. “Una balsa no se puede
gobernar”, explicó el explorador, “navega a merced del viento”. Por eso, el
plan de viaje consistía en dejarse llevar por la corriente de Humboldt. Pero
hacerlo no era tan sencillo como decirlo.
Bebiendo la sangre de los peces
Durante los primeros días, los
seis aventureros se vieron superados por la fuerza de los elementos. Los potentes
vientos alisios les hacían navegar contra corriente y amenazaban constantemente
con sacarles fuera de su ruta.
Lo intentaron todo para
mantenerse en ella, incluso remar, pero finalmente, al terminar el tercer día
de extenuante lucha, Heyerdahl y sus compañeros, agotados y al límite de sus
fuerzas, se dieron por vencidos. Arriaron su vela y se retiraron a dormir.
Pero al despertar descubrieron
que había sucedido un milagro inesperado: los vientos habían amainado, la balsa
había girado por sí sola y se dejaba arrastrar plácidamente por su querida
corriente... ¡rumbo a la Polinesia!
Respecto a los víveres, al cabo
de unos días comprobaron que las provisiones que habían guardado en cajas de
cartón (frutos secos) resistían perfectamente, mientras que las latas de
conserva se estropearon por infiltración del agua salada.
Aun así, en alta mar no les fue
difícil proveerse de alimento fresco pescando. Incluso, como contó Thor: “Raro
era el día que no encontrábamos peces voladores agonizando sobre cubierta. Solo
les faltaba arrojarse ellos mismos a la sartén”.
Respecto al agua, a las cuatro
semanas de viaje la que habían cargado se les había vuelto rancia. El problema
lo paliaron haciendo acopio minucioso del agua de lluvia, y racionando
estrictamente el líquido a un litro diario por tripulante. Pero además, los
expedicionarios saciaron su sed aprendiendo a ingerir la linfa de los peces que
apresaban, tal y como habían leído en los relatos de algunos náufragos.
Atados, como Ulises
Viajar en una balsa de troncos
a través del océano Pacífico no es una empresa fácil. Heyerdahl y sus
compañeros lo sabían antes de hacerse a la mar, pero no fueron del todo
conscientes de los peligros que les aguardaban hasta bien avanzada su aventura.
Thor aprovechó el viaje para
grabar un documental. Por eso, cada día hinchaba un pequeño bote de goma y se
alejaba varios metros de la Kon-Tiki para filmarla con su tomavistas.
Fue en una de esas ocasiones
cuando, según sus propias palabras, se dio cuenta de su fragilidad:
“El mar estaba picado, y vi cómo la cresta de las olas subía hasta tapar
completamente la Kon Tiki. Solo podía ver la punta del mástil. Y entonces
comprendí realmente que estábamos a merced de la voluntad del océano”.
Sus pensamientos fueron
proféticos. Esa misma noche estalló una tormenta que duró cinco días. Como
Ulises, los seis viajeros tuvieron que atarse para no ser arrastrados por las
olas que barrían la cubierta. Pero la balsa resistió y siguió su rumbo.
La fauna marina también les
deparó algún susto. El mayor fue cuando su rumbo se cruzó con el de una ballena
azul que pasó por debajo de la balsa, amenazando con hacerla volcar. Heyerdahl
y sus compañeros tuvieron que arponearla para hacer que se alejase.
Igualmente, al inicio de la
travesía arponeaban a los tiburones que se aproximaban demasiado. Pero poco a
poco empezaron a perderle el miedo a los escualos, y jugar a tratar de cogerlos
por la cola se convirtió en una de sus escasas distracciones.
La marsellesa en versión polinesia
Los momentos de calma y
aburrimiento tampoco ayudaron a mejorar el ánimo de los tripulantes. Y conforme
pasaron las semanas, la convivencia empezó a hacerse difícil. Heyerdahl
recuerda que una noche que se levantó a beber pisó sin querer a su compañero
Erik, quien le correspondió mordiéndole en el tobillo con saña.
Otra noche se sorprendieron al
ver cómo asomaban por la superficie unos extraños peces luminosos. Rápidamente
despertaron a Torstein, el oceanógrafo del grupo, quien vencido por el sueño y
el tedio, solo acertó a decir: “Esos peces no son reales”.
Finalmente, tras 101 días y más
de 7.000 km de travesía, la Kon-Tiki encalló en el arrecife de Rarola, en la
isla de Tuamotu el 7 de agosto de 1947. Por fin habían llegado a su destino.
Los seis hombres bajaron a
tierra, cogieron algunos cocos y, tras saciar su hambre y sed, se tumbaron en
la arena. Poco a poco fueron llegando lugareños y, tras enterarse de la odisea
de aquellos personajes, los samoanos les honraron a su manera: ¡cantándoles La
Marsellesa!, el único himno europeo que conocían.
Fue un momento especialmente
emocionante, y Heyerdahl lo recreó en su libro diciendo: “El purgatorio era un
poco más húmedo de lo que creía. Pero el paraíso es tal y como lo había
imaginado”.